Regular las manifestaciones, mala idea
Una ciudad tan grande como el Distrito Federal (incluyendo la zona conurbada), plantea numerosos inconvenientes para sus habitantes y visitantes. Lo mismo pasa con otras urbes de tamaño semejante con Tokio, Nueva Delhi o Cairo. Sus problemáticas son tan complejas que a veces resulta difícil diferenciar los síntomas de las causas y viceversa. Este es el caso de la discusión pública que durante ya varios años se ha dado entorno a la aparente necesidad de regular las manifestaciones, marchas y plantones que tienen lugar cada semana en la Ciudad de México. Para muchos restringir los derechos a la libre expresión, a la manifestación pacífica y de asociación, sería un elemento indispensable para garantizar el derecho de la mayoría al libre tránsito. Sin embargo vale la pena analizar con mucho más detenimiento el asunto antes afectar el conjunto de derechos que le dan sustancia y vigencia a la democracia.
María Amparo Casar, quien recientemente publicó un artículo sobre el tema en el portal de ADNPolítico.com, asegura que todas “las democracias han regulado el derecho a la libre manifestación para hacerlo compatible con el derecho a la libertad de tránsito.” Sin embargo la disyuntiva que surge es hasta dónde es conveniente regularla y bajo que términos, lo cual resulta crucial si consideramos que ya existe una estatuto en la materia. ¿Será necesario establecer mayores restricciones o simplemente cumplir las que ya existen?
Quienes abogan por incrementar la regulación o inclusive la restricción de las manifestaciones y marchas en la ciudad, a menudo lo hacen basándose en un análisis superficial del problema que deja a un lado las implicaciones en términos del respeto de los derechos humanos y su ponderación para promover una convivencia cada vez más armónica de la sociedad.
El problema con esta argumentación es que plantea la ponderación de derechos –libertad de expresión y de libre manifestación- a partir de una perspectiva de mayorías y minorías, lo cual inevitablemente lleva a fortalecer patrones de discriminación y exclusión. Quienes se manifiestan de una u otra manera se encuentran excluidos, aun siendo grupos con intereses creados, son evidencia de lo precario del sistema político de diálogo asimétrico: ni todos pueden entrar al diálogo ordenado ni todas las consignas “importan”, así protestar se convierte en una forma de deliberar.
Aunque para la ex candidata del PAN al Gobierno del Distrito Federal y un sector conservador de la sociedad capitalina, “las calles no son para manifestaciones, son para que circulen los coches”, la realidad es que las calles son precisamente el espacio público por antonomasia, el imperio del automóvil impide observar a las calles como el espacio público que son y que se ha cedido a una forma exclusiva de circular por ellas. Las manifestaciones y protestas son a menudo las únicas herramientas de petición a las autoridades y el canal de denuncia pública de sectores que han sido sistemáticamente excluidos de las deliberaciones públicas.
El derecho a la libertad de expresión, así como su mancuerna natural, el derecho de asociación inevitablemente tienen que ser ejercidos en algún lugar y debe implicar una relación espacio-tiempo, así como un régimen de acceso a “lugares” para que los ciudadanos se expresen y escuchen entre sí. La libertad de expresión es un derecho que se ejerce de manera concreta en el espacio público y la calle es la representación natural de este. Las calles son en primera instancia el punto de encuentro y deliberación de los ciudadanos y no simples vías de transportación para vehículos y transeúntes.
Prohibir las manifestaciones en las calles o confinarlas, es silenciar la libre expresión, silenciar es apartar a un discurso de que sea escuchado. El académico Don Mitchell en su ensayo The Liberalization of Free Speech: Or, How Protest in Public Space is Silenced argumenta que hay menos preocupación por qué se dice y más por dónde se dice, es decir, se ha liberalizado la expresión pero se ha reprimido geográficamente, para Mitchell controlar la geografía de la expresión (“dónde se dice”) permite controlar la expresión misma (“qué se dice”).
Conforme a las normas internacionales, el derecho a la libertad de expresión y el derecho de asociación pacífica son las bases de una democracia funcional. Permitir la participación en reuniones pacíficas ayuda a garantizar que todas las personas en una sociedad tengan la oportunidad de expresar opiniones comunes respecto a temas y asuntos de interés público
Sí bien la libertad de expresión y la libertad de reunión pueden ser restringidas por razones de orden público, cualquier restricción de este tipo sólo puede justificarse si es proporcional al objetivo perseguido. Sí una medida menos intrusiva es capaz de lograr el mismo propósito, a continuación, la medida menos restrictiva debe ser aplicada. Una mayor regulación no necesariamente implicaría la solución de los problemas de movilidad que afectan a la Ciudad de México y tampoco zanjan las demandas de quienes quieren ser escuchados, ahí se encuentran los problemas.