Human Rights Watch no se equivoca
Human Rights Watch no se equivoca cuando en su informe Ni seguridad, ni derechos, presentado en la Ciudad de México el pasado 9 de noviembre, menciona problemas endémicos en la actual crisis de seguridad pública y encuentra serias deficiencias en las medidas para proteger a los ciudadanos frente al delito o para garantizar que el sistema de justicia penal funcione de manera adecuada para brindarles recursos efectivos.
La organización aporta elementos contundentes en términos de violaciones graves a los derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad que participan en la estrategia nacional contra la delincuencia. Sin embargo, más allá de los datos, por sí solos preocupantes que se incluyen respecto a casos de tortura, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales, el informe revela coincidencias con el diagnóstico que en materia del derecho a la libertad de expresión puede hacerse en años recientes en el país.
Tres de esas coincidencias nos parecen relevantes:
1) No importa si a nivel declarativo se expresa compromiso con el respeto de los derechos humanos, es habitual que los funcionarios públicos desestimen las denuncias de las víctimas como falsas y describan a las víctimas como delincuentes.
En lo que se refiere a los crímenes cometidos contra periodistas es usual encontrar declaraciones de autoridades que prejuzgan sobre el motivo de las agresiones, las encuadran apresuradamente en la categoría de “crímenes pasionales” o simplemente se les desacredita involucrándolos en actividades de la delincuencia organizada. Uno de los casos más representativos es el del ex procurador de Justicia de Veracruz, Reynaldo Escobar Pérez, quien a unas horas del asesinato de la reportera Yolanda Ordaz negó categórico que el crimen estuviera vinculado con su ejercicio periodístico, y dijo que éste obedecía a la relación que establecen algunos comunicadores con grupos delincuenciales.
2) Las víctimas, sus familiares y los defensores de derechos humanos enfrentan un serio dilema: investigar ellos mismos los delitos o resignarse a ver cómo sus causas se estancan en los canales gubernamentales.
ARTÍCULO 19 ha encontrado que cuando un o una periodista desaparece o es asesinado/a, generalmente es la familia quien encabeza las exigencias para que los casos sean esclarecidos, pero también la que recibe las primeras amenazas al señalar dilaciones u omisiones dolosas en las indagatorias. Estas acciones intimidan a quien pretende vigilar el desarrollo de investigaciones o a quienes incluso podrían proporcionar evidencias sobre los casos. Si a esto se suma el que la autoridad suele imponer la carga de la prueba a familiares y la única evidencia en las investigaciones es la provista por éstos, es fácil concluir por qué la mayoría de los casos quedan en la impunidad.
Como advierte Human Rights Watch, es común que en las investigaciones de delitos se arranque a los detenidos confesiones que son convalidadas por la autoridad ministerial, cuando los agentes del Ministerio Público están obligados a excluir los testimonios que fueron obtenidos mediante tortura a la hora de valorar los elementos de un caso.
Por ejemplo, el asesinato de Roberto Javier Mora García, director editorial de El Mañana, de Nuevo Laredo, ocurrido en 2004, fue cerrado merced a una investigación inadecuada, llena de estos vicios que llevaron a consignar a una pareja homosexual, vecinos del comunicador, uno de los cuales confesó bajo tortura haber cometido el homicidio por motivos pasionales, en tanto que el otro detenido fue asesinado dentro del penal de Nuevo Laredo. Hoy, el caso se considera zanjado para la autoridad.
3) Pese a las numerosas detenciones reportadas por las procuradurías, solamente en una fracción de estos casos se inician investigaciones. Son menos aún los casos en los que se han presentado cargos y menos todavía las ocasiones en que se dictan condenas penales. Asimismo en los casos en que se logra iniciar una investigación, suelen observarse graves deficiencias.
La impunidad es alimentada por la ineficacia de las instituciones mismas. Desde 2006, México cuenta con una Fiscalía Especial para la atención de delitos contra periodistas, pero su competencia acotada y los supuestos que deben darse para que pueda investigar un caso, han originado que con frecuencia la instancia se declare incompetente para hacerlo.
De acuerdo con datos de la propia Fiscalía, las sentencias condenatorias respecto de la totalidad de casos bajo su conocimiento o los casos denunciados son increíblemente bajas. En lo relativo al trabajo realizado entre septiembre de 2010 y junio de 2011 en torno a periodistas desaparecidos, este consiste mayoritariamente en la emisión de fichas de búsqueda, pero ninguna investigación directa.
El pasado 27 de octubre, ARTÍCULO 19 expresó varias de estas preocupaciones durante una audiencia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. La representación del Estado mexicano estuvo a cargo de funcionarios de la Secretaría de Gobernación, encargados también de fijar la posición del gobierno federal tras el informe presentado por Human Rights Watch.
El discurso de ahora y el pronunciado ante la CIDH está montado sobre las mismas premisas. Son los criminales quienes torturan, secuestran y asesinan; las agresiones y riesgos que sufren los periodistas en México provienen en su mayoría del crimen organizado. Hay una falta de voluntad evidente para asumir responsabilidades, comprometerse a modificar conductas y también —eso es más notorio— para refrescar el discurso.