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Asfixien a los críticos

La Relatora Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Catalina Botero, estuvo en México en 2010, acompañada de Frank La Rue, Relator Especial de la ONU en la materia. A lo largo de dos semanas sostuvo reuniones con decenas de funcionarios federales y estatales, representantes de organizaciones de la sociedad civil, periodistas y familiares de comunicadores asesinados y desparecidos.

 

Es difícil saber la impresión personal que Botero se llevó de aquella visita sobre la violencia contra los trabajadores de la prensa en el país, pero al cabo de unos meses devolvió un análisis exhaustivo que advertía cómo las amenazas se habían convertido en una característica más del ejercicio del periodismo sobre temas de corrupción, delincuencia organizada, narcotráfico y seguridad pública.

En los últimos años, decía el texto de la oficina a su cargo, la mayor parte de los asesinatos, desapariciones y secuestros de periodistas se concentran en entidades federativas que cuentan con fuerte presencia del crimen organizado. Y advertía: “hay comunidades totalmente silenciadas por el efecto paralizante que genera el clima de violencia e impunidad”.

Al diagnóstico le seguían observaciones y recomendaciones al gobierno mexicano: fortalecimiento de instituciones encargadas de la investigación de delitos contra periodistas, un mecanismo nacional de protección a informadores, derogación de tipos penales que criminalizan la libertad de expresión…

La posición respetuosa, aunque firme de la Relatoría Especial de la CIDH, ha sido extensiva a otros países del continente. En dos casos específicos, Venezuela y Ecuador, las reiteradas críticas al uso de la vía penal para enfrentar a quienes formulan públicamente expresiones críticas contra el gobierno han provocado una reacción política que tiene como objetivo debilitar y atarle las manos a la Relatoría.

El encarcelamiento y el uso de la vía penal contra una persona por opiniones que molestan a las autoridades, está expresamente prohibida por los estándares interamericanos de libertad de expresión; no obstante, algunos Estados como los mencionados consideran que defender la honra de los servidores públicos es un bien superior, pues la crítica e incluso la sátira los exponer al desprecio o al odio público.

Los gobiernos de Hugo Chávez y Rafael Correa olvidan un asunto cardinal: que la libertad de expresión implica la difusión de ideas e información que resultan favorables, pero también, y muy particularmente, aquellas que “chocan, inquietan, resultan ingratas o perturban al Estado […] Así lo exigen el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe una sociedad democrática”. El acoso, la criminalización de las opiniones desfavorables tiene un efecto contrario, pues intimida y deja como única salida la autocensura, inaceptable en un Estado moderno.

Recientemente, el Consejo Permanente de la OEA creó un Grupo de Trabajo para el fortalecimiento del sistema interamericano de derechos humanos, al cual se encargó hacer recomendaciones con ese fin. El gobierno del presidente Correa aprovechó para poner sobre la mesa tres puntos con dedicatoria especial a Catalina Botero y la Relatoría Especial que se quedaron muy lejos de la idea de “fortalecimiento”.

Su primera propuesta fue concentrar los informes de todas las relatorías de la CIDH en un capítulo único dentro del informe anual del organismo. Es decir, terminar con el amplio informe anual en el que la Relatoría Especial evalúa la situación de la libertad de expresión en los países miembros y limitarlo a un vacío reporte de actividades sin impacto, trascendencia ni interés alguno.

Se pretende además igualar a las relatorías, grupos de trabajo y unidades de la CIDH en cuanto al piso de recursos con el que trabajan, lo cual pareciera tener como fin una distribución más equitativa de los fondos disponibles. Lo que no se dice es que si bien la Relatoría Especial cuenta con un presupuesto mayor, no recibe un solo centavo de financiamiento de la Comisión Interamericana, sino que recauda sus propios recursos. En ese sentido, su labor ha sido sumamente exitosa, ya que cuenta con muchos más recursos que otras relatorías.

Dado que no se prevé una asignación de recursos adicionales para las demás relatorías, es claro que la intención es obligar a la Relatoría Especial a rechazar recursos externos y trabajar en la insuficiencia presupuestal.

Por último, y sin importar que ya existe un Reglamento por el cual se rigen los funcionarios de la Comisión, se ha impulsado un nuevo Código de Conducta que regule la gestión de las Relatorías, lo cual implica redactar nuevas reglas para restar autonomía a estas instancias.

Para un gobierno que prescribe tres años de prisión y multas de 50 millones de dólares a periodistas por delitos como vilipendio a la autoridad, es normal que una figura como la Relatoría Especial estorbe, sobre todo cuando ha impulsado la despenalización de la calumnia y la injuria en toda la región o ha visibilizado los mecanismos indirectos de censura en que algunos Estados incurren.

El mensaje de los promotores de esta iniciativa parece ser que no están dispuestos a rendir cuentas como gobiernos en lo que se refiere al respeto a los derechos humanos. Si satanizar y asfixiar la crítica es el objetivo último, el papel de México ante ese organismo debe estar encaminado a salvaguardar a una institución protectora de la libertad de expresión en el continente. Es lo congruente.

 

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